Hasta las personas más alejadas del conocimiento erudito de la música que llaman seria, clásica o erudita (los tres términos pueden ser errados, según desde donde se mire) saben que hubo un pianista de leyenda llamado ARTUR RUBINSTEIN (1895-1987), polaco por nacimiento y cosmopolita por convicción. En materia de intérpretes, en efecto, hay nombres cuya pátina ha quedado registrada en el inconsciente colectivo de la gente; nombres que, apenas pronunciados, son asociados a la música que tanto amamos y cultivamos. Muy pocos, de hecho, entre miles de intérpretes. Acaso musitar los apellidos de Caruso, Toscanini, Heifetz, Casals, Rubinstein y Horowitz los asocie de inmediato a la gran música. Esta magia, obviamente, no deriva de la gran propaganda, sobre todo si se tiene en cuenta que pertenecen, en cierto modo, a otros tiempos. Creemos que, definitivamente, la asociación proviene de un cierto grado de excelencia y no de los “mass media".Los aficionados de hoy, aunque consuman lo de hoy, saben antes de Toscanini que de Barenboim, de Heifetz antes que de Kremer, de Casals antes que de Yo Yo Ma, de Gieseking, Rubinstein o Horowitz antes que de Barry Douglas, Donohoe o Perahia. Rubinstein, no lo dude, ha marcado standards en diversos aspectos de la interpretación que aún después de sus años dorados han sido difíciles de sobrepasar. Tenía en sala un sonido noble, amplio, característico, individual. Untuoso como el de Moiseiwitsch, delicado como el de Rosenthal, colorido como el de Brailowsky, varonil como el de Serkin. Pero, milagrosamente, nunca dejaba de ser el sonido o el timbre de Rubinstein. Las modernas grabaciones, en parte, lo desnaturalizaron, falseando su anchura, convirtiéndolo en más delgado. Un ff de Rubinstein en discos de pasta es más noble y lleno de armónicos que en discos modernos. No solamente por el cambio que se operó en él como pianista, sino porque, insistimos otra vez, antes se grababa al piano mucho mejor que en el presente, en que una población de micrófonos se inclinan dentro del piano como cisnes, en lugar de procurar, como antes, las tomas ambientales. Su mano, en lo que atañe a contextura, era privilegiada y ágil con una apertura entre pulgar e índice que abarcaba diez teclas; y de su manejo parece poder dar la razón a quienes hablan de pianistas natos. Muchos melómanos de la actual generación conocen y respetan, y en todos los casos admiran, al Rubinstein maduro, viejo cronológicamente pero joven en las ideas, que seguía grabando discos más allá de los años setenta (para nosotros el punto de inflexión de su estética personal). Y que siguió registrando interpretaciones hasta poco antes de morir. Resultaría imperdonable que quienes sueñan con ejecuciones angulares y de gran concepción, no frecuenten al Rubinstein de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Esos periodos de su generoso aporte al disco constituyen la parte rea1mente inigualable de su arte. En el otoño de la vida, o un poco antes, Rubinstein se dedicó a estudiar lo digital más que antes y a objetivizar sus versiones en igual rumbo. Decantó sus versiones hasta un extremo que, en algunos casos, aparenta que la inspiración del recreador se ha marchitado. Por supuesto, donde hubo fuego quedan cenizas. Pero el fuego abrasa y las cenizas solamente calientan. El primer Rubinstein de discos abrasaba, el segundo solamente calienta.
A los tres años asistía a las clases de piano que tomaba su hermana mayor, e intentaba tocar dúos con la maestra. Esto, ya que no sabía leer música, le animó a improvisar y tocar de oído(luego se decía que podía recordar y tocar cualquier composición que hubiese escuchado). Tanto Joachim como Michalowski aconsejaron a su familia que esperara un poco antes de volcar a Artur a la música. No conforme con sus primeros intentos de estudiar con Rozycki, se fue a Berlín a trabajar con Barth (maestro de Kempff). El genio de este maestro, que tuvo a Rubinstein desde los 8 hasta los 15 años edificando sus recursos, lo prueban sus alumnos. Aparentemente, después de los 15 años, Rubinstein no tuvo otros maestros, y nunca reconoció plenamente (en un gesto de ingratitud) que su maestro había disciplinado sus dedos y su mente sin coartarle las libertades expresivas, lo que, después de todo, es la mejor enseñanza que puede impartirse. Edificó los comienzos de su carrera en España y Sudamérica, posteriormente en Inglaterra y en 1937 en los Estados Unidos. Estas fueron las épocas del Rubinstein mercurial, arrojado, intempestivo, leonino y elegante. Pero no porque estudiase poco o porque quitase notas en las partituras arduas (lo cual es audible en muchos de sus discos, y fuera confesado por él mismo) sino porque la vida toda tenía para él color de aventura. Consecuentemente, el piano también. El Rubinstein de los treinta y los cuarenta fraseaba espontáneamente, el posterior lo hacía planificada y deliberadamente, aunque igualmente con nobleza. Sería vacuo dejar de reconocer en el último Rubinstein al gran maestro estilista, aristócrata y de conceptos no corrompidos por el andar de los años y por un mundo musical cada vez más chato y vulgar. Pero también denotaría un olvido indolente o una manifiesta falta de profundización en la discografía comparada, constreñirnos a la audición a sus discos LP, privándonos de esa porción inimitable de su arte, la era del 78rpm (hoy puesta a CD, afortunadamente), que contiene al gran Rubinstein y al mejor Rubinstein. Jamás el Rubinstein maduro superó lo hecho por el joven. No se trata de que aquel tocara más rápido y que el viejo se diera mayor respiro. Sus virtudes instrumentales parecen haberse mantenido intactas hasta la vejez (claro que al bajar velocidades, los problemas eran menores). Pero su timbre mutó de la exhuberancia al ascetismo, de lo orgiástico a lo místico, del arco iris al pastel. En fin, de la comida a la lectura, esto es, del alimento material al espiritual.Pero- ¡atención!- con la espiritualidad no contaminada, ni declamada, ni afectada del joven Rubinstein . De la misma manera que un hombre mayor, si ha crecido, ama otros placeres de la vida que cuando era joven, Rubinstein parece, con el paso del tiempo, haber constreñido sus tempi y sus posibilidades colorísticas. El mismo contaba que en sus años jóvenes solía escamotear notas, para tener tiempo "de vivir la vida". Triana es solamente un ejemplo de estas podas. Pero lo hacía de maravillas. Y, sin temor de equivocarnos, decimos que si éste era el recurso para estudiar menos, su talento musical e instrumental fue tan grande que garantizaba la integridad de todo lo que tocaba. Una vez dijo Fritz Kreisler hablando sobre Toscanini: "Prefiero a Toscanini dirigiendo mal que a otros dirigiendo bien". Diríamos, en la senda de Kreisler: preferimos al joven Rubinstein sacando notas, que al anciano tocándolas todas. Antes que aceptar reediciones de sus viejos discos, se vio obligado por las exigencias en los cambios de técnicas de grabación, a volver a imprimir (primero LP’s monoaurales, luego estéreos) su viejo repertorio. En algunos casos, hay obras que las grabó cuatro veces, por ejemplo el Segundo de Brahms y el Primero de Tschaikowsky (grabó rollos, acústicos, eléctricos, LP’s mono y stereo y digitales). Cuando un pianista quiere una nueva oportunidad de re grabar lo que antes hiciera, se espera una mejora en el resultado. No siempre ha ocurrido esto. Supone uno que tendrá nuevas verdades para contarnos; o, al menos, que su enfoque será diferente para ser mejor. Mucho tememos que, con Rubinstein, esto no se ha cumplido. Salvo por el hecho de que a la vejez llegó a tocar bien a Mozart, al que en su juventud deformaba en forma alarmante (Concierto 23 con Barbirolli como una prueba de ello...).
Pocas, veces se llevaron al disco los integrales de Nocturnos, Polonesas, Mazurkas y Scherzi como en las viejas placas HMV de Rubinstein. Sus posteriores registros para RCA le hacen escasa justicia, tanto a su color, a su sonido y a sus dedos como a las obras mismas (aunque el snobismo de la crítica temiera poner esto sobre blanco y negro). Los Nocturnos en LP, por ejemplo, suenan mustios. Los Scherzi parecen, en cambio haber sufrido algo menos el paso del tiempo y el cambio de conceptos, aunque nunca igualó sus versiones primeras. Las Polonesas, en cambio, son en su registro en LP una noble caricatura de la espontaneidad, la gran línea, los ritmos internos y la plétora de sonido que constituía su arrojado integral en 78rpm. Los Impromptus, que no grabó en discos de pasta, son entre sus manos y en su última época lamentables expresiones dignas de un alumno aventajado. Sus Mazurkas fueron grandes lecciones de la pequeña forma. Uno podrá preferir a Friedman en la docena que nos dejó; o a algunas de Horowitz. Pero Rubinstein era grande. En cambio, su set RCA no muestra al gran maestro. La dignidad instrumental en todos los casos es la misma. Hasta hay algo más de exactitud. Pero todo es más chato, menos espontáneo, menos arriesgado, menos vital, más deliberado y previsto.
Muchos de sus discos de larga duración llevaban el título "El Chopin que amo" o "El Brahms que amo". Esos eran recursos comerciales, de RCA y del mismo pianista. O, considerando que muchas veces en la vejez la autocrítica es más indulgente, acaso ésos hayan sido el Chopin y el Brahms que él amaba en esa época. Para utilizar este tipo de frases, "el Rubinstein que yo amo" es, a no dudarlo, anterior a 1970.Los años moderaron su lenguaje, aunque destellos del viejo león se perciban en su LP con las Sonatas 2 y 3 de Chopin.
Cuando escuche su Tercero de Beethoven con Toscanini o el Cuarto con Beecham (licencias románticas a un lado) se dará cuenta que el posterior integral con Krips es un mero formulismo comercial para Rubinstein igual que el ciclo con Barenboim. Creo que la crítica, confundiendo el respeto por un grande como Rubinstein con una casi no confesa y autoimpuesta limitación a censurarlo, no se atrevió a objetar el descenso en el interés que despertaban sus versiones. Temerosos de ser tildados de ignorantes, comenzaron a buscar subterfugios para hablar de sus versiones, tildándolas de maduras, sobrias, sabias y vaya a saberse cuánto disparate más. No osaron, en definitiva, pronunciar su declinación.
Su discografía, con repeticiones o sin ellas, es inmensa. De sus discos de 78 rpm, los dos Conciertos de Chopin con Barbirolli son ejemplares y ninguna de las versiones suyas hechas después en estudio tienen tanto magnetismo. Hay, eso sí, una en vivo del Primero con Walter que es electrizante. Los integrales de Chopin, ya aludidos, permanecen en la cima. Las obras de Albéniz, Granados, Gershwin, Villa Lobos, Debussy, Ravel, Liszt y tantos otros son hitos. Pocos pianistas tienen su lenguaje en Widmung de Schumann/Liszt; o su virtuosismo titánico en el Vals Capricho de Anton Rubinstein; o su perfección hasta hoy no alcanzada en Rapsodia Húngara 10! Ese Rubinstein está a la altura de los máximos instrumentistas del siglo. Su Segundo de Brahms con Ronald es colosal. Las grabaciones de música pianística de Brahms, también. Donde no parece haber perdido sabiduría es haciendo música de cámara, aunque también las llamas se han convertido en chispas. ¿Qué se hizo del Rubinstein del Primer Cuarteto Op.25 de Brahms, del Trío Archiduque, del Trío de Tschaikowsky, del Primer Trío de Mendelssohn, del Primer Trío de Schubert? (con Heifetz, Piatigorsky, Feuerman, el Cuarteto Pro Arte, etc). ¿Acaso su impar Sonata de Franck con Heifetz o la Tercera de Brahms con Kochansky pueden compararse al Rubinstein que grababa música de cámara con Fournier y Szeryng? Aunque las traducciones tengan una nobleza singular (Brahms, Schumann, Fauré, Mozart...), el ímpetu es previsiblemente menor. De las decenas de discos LP de Rubinstein elegiríamos, para una colección refinada, las Sonatas de Chopin, la Balada y las Piezas Líricas de Grieg, algunos Conciertos de Mozart, sus dos primeras versiones de Noches en los jardines de España de Falla, el Primero de Liszt con Dorati, la Rapsodia Paganini con Süsskind y el Concierto de Schumann con Krips, y su inflamada y jamás igualada Apassionata de 1947. De los LP en sala, todos, porque nos ponen en contacto -todavía- con el tremendo artista que era en vivo. Su serie RCA en el Carnegie Hall es magnífica (Bach, Prokofiev, Villa Lobos, impresionistas, Szymanowski y tanto más). Y la Sonata Op.5 de Brahms, también. Dos de sus versiones conocidas de la Rapsodia Paganini de Rachmaninov, con de Sabata en vivo y con Susskind en estudio le muestran virtuoso alado y a la vez poderoso, de gran enjundia por aquellos tiempos (década del cincuenta).Todo el resto, más de cien discos, ha sido superado. La Sonata de Liszt o la Póstuma en Si bemol de Schubert, o la Fantasía de Schumann y el Wanderer de Liszt son ejecuciones lentas, forzadas, poco convincentes. De los muchos discos en vivo (no oficiales), las Variaciones sinfónicas de Franck con Mitropoulos son un ejemplo bueno de su arte (también, con ese director, un increíble Segundo de Saint-Saëns con el mismo director.
Pocos músicos tuvieron una carrera tan dilatada. Entre los pianistas, Planté, Backhaus, Horszowski, Cherkassky y Serkin acaso. Y muy pocos supieron o pudieron mantenerse en el cenit. Para Rubsintein no hubo una decadencia instrumental, aunque sí una merma de la pasión, que fue el ingrediente que supo hacer de lo suyo algo único. Rubinstein sin pasión podía llegar a ser un muy buen pianista más. Para nosotros, el cambio lo perjudicó. A la hora de elegir, prerrogativa que deseamos seguir teniendo, escogemos al joven avasallante que trucaba pasajes pero que se llevaba al mundo por delante. Al dueño de la musicalidad tan directa, osada; y del concepto dorado. La gran virtud de Rubinstein fue la de ser un honrado pianista. Su más grande logro fue, a comienzos de siglo haber visualizado a Chopin, como Hofmann, sin sensiblerías, con distinción, alejando sus traducciones del romanticismo enfermo y de las distorsiones a que era sometido.
Rubinstein fue para Chopin un abogado del mismo calibre que Gieseking para Mozart, Petri para Liszt, Schnabel para Beethoven y Schubert; o Backhaus para todo.
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