sábado, mayo 24, 2008

Un gigante olvidado


Otro de los grandes patriarcas, aunque viviera muy cerca de nuestro tiempo, ha sido el inglés HAROLD BAUER (1873-1951), que comenzó su carrera musical como violinista y sólo en forma casi casual, por consejo de Paderewski (que lo acompañó) llegó al piano. A pocos años de hacerse pianista, ya tenía un cabal dominio del teclado. Solía buscar determinadas posiciones de los dedos para cada pasaje y para cada problema, pues sostenía que las mismas soluciones que el ballet ofrecía mediante el uso integral del cuerpo, en menor escala podían ser buscadas en las manos y halladas mediante las mismas.

Bauer, que fue revisor y escritor de libros, no era – evidentemente - un rigorista en materia de textos. Virtualmente todos los cambios en los estados de ánimo implícitos en una partitura los obtenía merced a un espectro colorista singular. Dueño de un probo (aunque no infalible) mecanismo, nunca puso la música al servicio personal, sino que hizo lo que nunca debieran olvidar y dejar de practicar los que cultivan un instrumento: exactamente lo inverso. Fue muy respetado en su tiempo, y muchos de sus contemporáneos compositores le tenían gran estima. Ravel le dedicó la “Ondine” de Gaspard. Estrenó en New York el Concierto en Sol de este autor y en esta ciudad fundó una Sociedad Beethoven. Fue un pionero y llegó a estrenar el “Children’s Corner” de Debussy. Los rollos de BAUER contienen cosas valiosas, a pesar de algunos malos traspasos, porque su discografía es escasa y, luego, es aconsejable acudir a los rollos para tener más de BAUER. La Sonata Op.11 de Schumann tiene categoría y equilibrio (aunque este pianista, que con Richter y Moiseiwitsch debe integrar el trío de los más grandes schumannianos del siglo 20, se ve favorecido por la elasticidad rítmica que permite el disco y que veda el rollo). La Sonata Op. 58 de Chopin, aunque contenida, tiene gran coherencia, aunque el Finale nos parece rígido y escolástico. La Fantasía Op. 49, el Scherzo No. 2 y la Polonesa No. 1 tienen clase. Su prolífica actividad como duettista con ese otro grande que fuera su amigo, Gabrilowitsch, ha quedado impresa en discos con injustificada brevedad. El Vals de la Suite para dos pianos de Arensky es, posiblemente, el más perfecto, hermoso y significativo disco que haya grabado dúo de pianos alguno jamás. El fraseo de ambos, el perlado de sus escalas y sus delicados pianissimi (no olvidar que eran solistas poderosos), el inflexible pero a la vez elástico sentido rítmico, la distinción e individualidad con que uno y otro tocan el acompañamiento en tiempo de vals (uno marca los tres tiempos iguales y el otro - ¿quién? - con un sentido de vals vienés, reteniendo algo el segundo tiempo) convierte a estos escasos cuatro minutos como también el Impromptu Rococó de Schytte en algo inigualado hasta el presente, a tener muy en cuenta por los acartonados dúos que suelen escucharse en estos días (¡a veces nos pregunto por qué dos buenos pianistas y buenos duettistas como Lupu y Perahia no se animan a hacer cosas con fantasía mayor!). Hasta podemos gozar de Bauer en un film junto a Efrem Zimbalist Sr. en el movimiento variado de la Kreutzer, una lección (toca de memoria).

Bauer fue otro de los que se vio constreñido a los cuatro minutos de una cara y, consecuentemente, a grabar mayoría de obras breves (salvo, con alguna excepción en música de cámara). No ha grabado, que sepamos, conciertos con orquesta. Una vez más hacemos hincapié en limitaciones del mercado y de la técnica, poniendo trabas a grandes artistas de aquel tiempo. Cultivaba asiduamente el terreno de la música de cámara. Su Quinteto Op. 34 de Brahms junto al Cuarteto Flonzaley (uno de los más perfectos conjuntos de su tiempo, que tocaba de memoria, y algunos de cuyos integrantes eran consejeros y amigos de Toscanini) es gigantesco, a la altura de Serkin con el Cuarteto Busch. Los músicos del Flonzaley (que también grabaron el Schumann con Gabrilowitsch; y cuartetos) eran respetados. Moldavan fue atril de la NBC mucho tiempo, y Betti consejero musical de Toscanini para contratar instrumentistas en la misma orquesta. Paradójicamente, Toscanini canceló un concierto que debía dirigir junto a Bauer porque no le gustó la versión radial que escuchó del pianista. Bauer fue quizás el primer pianista moderno entre estos patriarcas. Acaso por haber sido prácticamente un autodidacto y, consecuentemente, por no arrastrar ni responsabilidades ni vicios de tutores, maestros y “escuelas” ... Una de las cátedras schumannianas de todo el tiempo es “En la noche” (de Piezas de Fantasía, que también grabó completas en un registro definitivo ), en la que combina Bauer el empuje con la elegancia de un rubato disciplinado y natural, un sonido amplio y pastoso y un fraseo insuperado. Se están haciendo, es cierto, muchas reediciones. Su disco que contenía el Primer Impromptu de Chopin fue desde siempre un hito y la otra cara con su transcripción de “Jesu, meine Freude”, más organística que la de Hess, un clásico.

Hablemos brevemente de su labor como revisor, ya que sus ediciones siguen siendo consultadas actualmente. Su creencia en la libertad que poseía la nota impresa le hacía tomarse licencias como revisor, con buenos consejos y utilidad. Quizás muchas de sus digitaciones no sean recomendables porque para cada mano hay una digitación apta y no puede ejercerse un standard (además, pocos pianistas-revisores proponen realmente digitaciones prácticas y funcionales. Fischer es uno de ellos, Schnabel todo lo opuesto, Arrau nos fascina a este respecto, al igual que Gieseking en sus revisiones para Henle de piezas de Schubert). Sus revisiones se utilizan con plena vigencia hoy. Sus discos de 1939 contienen trozos que se han perpetuado en el tiempo por merecimientos claros. La Sonata Op. 5 de Brahms es genuinamente grande, introspectiva y bellamente dicha, en una obra en la que cuesta conseguir el ideal. Bauer es a la vez fogoso y reflexivo cuando las notas lo piden. Su Scherzo impresiona por la coherencia y el Finales es una sobria muestra de proporciones, sin incurrir en el pecado tan común de convertir el Presto en una exhibición de destreza digital y de octavas. La Sonata L.345 de Scarlatti por Bauer es una gema, por encima de algún yerro en los dedos. El comienzo de la segunda parte, con un efecto de pedal sostenido, inimitable y hermoso. El “Herrero Armonioso” de Händel con personalidad y policromía (curiosamente, Bauer lo toca en Mi bemol, quizás para hacerlo algo más brillante). El Carillón de Cythère sólo igualado por Solomon y la Romanza Op. 28 No. 2 de Schumann nos da una clase de cómo detectar un canto íntimo pero firme, sostenido por un acompañamiento que, en ocasiones, suele enfatizarse en demasía. La Berceuse de Chopin la toca Bauer con calidez; la Rêverie de Debussy, aunque breve, nos da un claro ejemplo de lo que fueron sus versiones impresionistas, un lenguaje al que amaba y del que fue un paladín.

Harold Bauer fue un grande, pero mucho tememos que, a menos que se exhumen materiales en vivo hoy desconocidos, no podremos escuchar en el futuro mucho más que lo anteriormente citado. Al menos, no lo convirtamos injustamente en pianista de archivo, “exclusivo para especialistas”.

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