sábado, agosto 02, 2008

No hubo ni hay olvido más injusto

HANS RICHTER HAASER (1912-1980) fue un pianista alemán enjundioso que toco desde después de terminada la Segunda Guerra en todos los centros musicales importantes. Empezó su carrera pública tardíamente. En realidad, frecuentó los escenarios por escasos veinte años, a causa de esa demora en abrazar un derrotero que le hiciera tocar ante auditorios. Fue considerado un genuino especialista en Beethoven, a pesar de haber abordado con autoridad a Mozart, Schubert, Schumann, Brahms, Liszt y hasta algo del impresionismo.

Cuando a comienzos de los sesenta paseaba por el mundo el ciclo integral de Sonatas de Beethoven, seguramente que una sucesión que aunaba el rigor de Backhaus, el toque alado de Kempff y la profundidad de Schnabel estaba garantizada. En el teatro, era un hombre propenso a desbordarse pero, exceptuando los últimos tiempos, nunca perdía el control (en los últimos tramos de su vida, una sensible pérdida familiar lo desacomodó y ya no solamente tenía importantes errores en los dedos sino faltas en la memoria).

En sus mejores días, arrojados tempi, un dominio manual y colorístico excepcionales y sobre todo un pensamiento llano, sin afectamiento, con ideas directas e inclaudicable conocimiento de la agogia. Su fraseo en las Sonatas iba en grandes arcos expresivos, no dividido por las barras de compás como se estila hoy. Seguramente su figura no esté suficientemente valorada, ni -a pesar de sus discos- lo estará a menos que se editen de alguna fuente sus Sonatas de Beethoven en vivo, y no más allá de 1965.

Sus grabaciones no demasiado numerosas, le presentan como un músico ejemplar, pero me temo que quienes no lo escucharon en vivo no puedan llegar a percibir su gigantesca estatura artística ni su auténtica magia cabalmente. Versiones suyas en sala pueden obtenerse solamente en lugares muy exclusivos, y de ellas citaría un Cuarto de Beethoven con Wangenheim en Bonn que es un paradigma; y un Emperador en Dinamarca, junto al Primero de Brahms (con Sanderling), muestras respectivamente de su sentido apolíneo y de la garra leonina. Pocos llegaban a su introspección en el movimiento central del Quinto de Beethoven, y escasos son los que pueden frasear la entrada del Primero de Brahms con tanta musicalidad y sonido tan redondo. Otras grabaciones en vivo llegaron a conocerse, con sus Estudios Sinfónicos de Schumann o el Wanderer de Schubert, ambas obras que tocaba ejemplarmente en sus buenos tiempos. Registró varias sonatas de Beethoven, su “especialidad”, entre ellas las Números 8, 14, 21, 23, 27, 29, 31 y 32 que han entrado en la galería del recuerdo por su certeza estilística (aunque su sonido en sala era imposible recrearlo en la sequedad del estudio de grabación).
Es el suyo un Beethoven sobrio, nunca afectado ni sobreactuado, que precisamente parece algo distante por su sencillez, que solamente comprenden los que son músicos honestos. Su aversión por la demagogia era para él tan natural como el habla.
Sus grabaciones de los Conciertos de Grieg y Schumann son magníficas. En Schumann, es apasionado y con verbo de conocedor. Su Fantasía Coral de Beethoven era casi inimitable, con menos poder pianistico y sonoro que el exaltado Serkin pero con un lirismo y una conducción de las lineas melódicas singular (y, en la grabación comercial, con un Böhm de excepción y solistas vocales como en ninguna versión grabada). Algunos de los Conciertos de Beethoven que grabó son clásicos imperdibles, por su elegancia y sencillez (recuerdo bien su Emperador con Kertesz). En los conciertos 17 y 26 de Mozart da Richter-Haaser una lección de sobriedad, buen gusto y certeza. Escasas grabaciones radiales o en vivo muestran plenamente su versatilidad y permiten reconocerle como el pianista colosal que fuera: Segundo Concierto de Chopin, Segundo de Bartok, La isla alegre, Segunda Sonata de Brahms, Consolaciones completas de Liszt etc.
Su comprensión del pianismo brahmsiano hizo que su visión de los Valses Op.39 sea magnìfica, acaso solo superada por las de Backhaus y Kitain. Y su disco más imponente, que no debiera jamás estar ausente de ningún catálogo, es el Segundo de Brahms que grabó en Berlín con Karajan: pianismo titánico y trascendente, madurez y sentido de las proporciones y gran fluidez del discurso (a la manera de los colegas de una generación anterior a la suya). Esta placa por si sola, pinta mejor que cualquier texto la estatura singular a la que podía llegar un pianista tan honrado, severo y sincero como él.

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